Cuando escribí La reconquista de la creatividad (Conecta, 2014), dediqué la primera parte del libro a los llamados inhibidores. Los describía como bloqueos invisibles que anulaban cualquier posibilidad creativa, por muy buena que fuera la metodología, la técnica o la disposición del entorno. El miedo al error. El juicio externo. La inseguridad. La falta de confianza en la propia capacidad de idear algo valioso. Con los años, sigo creyendo que, sin eliminar primero los inhibidores, hay poco que hacer. Es como querer conducir un coche sin haber abierto la puerta del garaje. No es cuestión de combustible. Es cuestión de quitar el muro.
Hoy añadiría un inhibidor más. Uno que no es nuevo, pero que se ha vuelto especialmente paralizante: la nostalgia profesional. Esa idea, sutil pero constante, de que lo de antes funcionaba mejor. Lo veo en muchas personas con las que trabajo. Profesionales excelentes. Con experiencia. Con talento. Con valores firmes. Pero instalados emocionalmente en un pasado que ya no existe. Frases como “esto ya lo intentamos en 2004 y no funcionó” o “la gente ya no se compromete como antes”, son muletillas reflejo de una actitud que, sin proponérselo, rechazan de entrada lo nuevo. No porque no lo entienda, sino porque lo compara con lo que había antes. Y siempre pierde. La experiencia tiene valor, sobre todo, dependiendo de cómo la usemos. Si la experiencia sirve para leer mejor lo que ocurre, es un activo. Si sirve para invalidarlo todo porque no se parece al modelo anterior, es un lastre. Y es ahí donde la nostalgia se vuelve tóxica. Deviene un inhibidor profesional. Sutil. Certero. Bien argumentado. Pero bloqueante.
Europa Press
ArchivoNo es que uno no sepa hacer cosas nuevas. Es que no quiere hacerlas, porque el mundo en el que tenía éxito era otro. ¿No enmascara esa nostalgia una sensación difícil de aceptar? Creo que sí: la de que ya no se está en el centro. Que las claves ahora las manejan otros. Que la experiencia no cotiza como antaño. Y que todo ha cambiado demasiado deprisa. Ejecutivos con décadas de recorrido sienten que no es justo. Y tienen razón: no lo es. Pero eso no cambia el entorno. Cambia lo que uno hace en él. Las competencias profesionales, hoy, exigen una dosis brutal de flexibilidad emocional. No solo aprender, sino desaprender. No solo adaptarse, sino tolerar que los sistemas anteriores puedan no ser toda la referencia. Y eso, para quien ha construido una carrera sobre certezas basadas en el expertise y los años de profesión, es difícil. A la nostalgia hay que colocarla donde toca. Como memoria. Como parte de lo que nos ha formado. Pero no como escudo. Ni como criterio para juzgar lo nuevo. Quien se aferra a lo que fue, pierde lo que puede todavía llegar a ser. En ese bucle nostálgico se pierden oportunidades, relaciones, crecimiento. Y se acaba, sin darse cuenta, fuera del tablero. No por falta de talento. Por exceso de pasado.

Hace 2 días
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